Queridos hermanos sacerdotes,
Queridos diáconos y seminaristas:
En los inicios de mi ministerio como Arzobispo de Sevilla os dirijo mi primera carta como padre, hermano y amigo de los sacerdotes, diáconos y seminaristas. A todos os saludo fraternalmente en el ecuador del Año Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI con el lema “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. La ocasión de esta convocatoria es la celebración del CL aniversario de la muerte de San Juan María Vianney, el Cura de Ars. Como bien sabéis, el Santo Padre presidió la inauguración del Jubileo en Roma el día 19 de junio en la celebración de las Vísperas del Sagrado Corazón. La clausura tendrá lugar también en Roma en idéntica fecha de 2010, coincidiendo con el Congreso Mundial de Sacerdotes convocado por el Papa, en el que San Juan María Vianney será proclamado patrón de todos los sacerdotes.
1. Un año de gracia, hoy más necesario que nunca.
El objetivo último de este año sacerdotal es renovar en profundidad nuestra adhesión cordial y total a Jesucristo, con el que sacramentalmente estamos configurados, ayudarnos a hacer vida en nosotros la “apostolica vivendi forma”, es decir la vida nueva inaugurada por el Señor Jesús y sus Apóstoles, ayudarnos a tender hacia la perfección moral que debe habitar en todo corazón sacerdotal y fortalecer la intimidad con el Señor, de la cual todo sacerdote está llamado a ser experto para poder conducir a las almas a él confiadas al encuentro con el Señor[1]. La Delegación Diocesana para el Clero ha preparado un elenco de iniciativas que a todos nos deben ayudar a vivir con intensidad este año de gracia que el Señor nos depara, de manera que nuestro Jubileo sacerdotal sea una auténtica Pascua para nuestro presbiterio y produzca en todos nosotros muchos frutos de santidad.
Quiero comenzar compartiendo con vosotros una convicción: el problema principal, el problema de fondo, al que se enfrenta la Iglesia en España en estos momentos es la secularización interna. Es verdad que la nueva cultura hace más difícil nuestra tarea. El llamado pensamiento débil, al no admitir ninguna clase de verdades y certezas es un reto muy serio para la fe y pone en cuestión los compromisos fuertes, estables y definitivos. El hedonismo, el materialismo y el utilitarismo, por su parte, hacen difícil vivir en la atmósfera de tensión moral que exige el Evangelio, dificultan la adhesión a la doctrina moral de la Iglesia y son fuente de diferencias sociales e insolidaridad. Pero la cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy entre nosotros no se encuentra en la sociedad, en el laicismo militante, en la orientación inmanentista de la cultura o en las iniciativas legislativas que prescinden de la ley natural, todo lo cual ciertamente obstaculiza nuestra misión y nos hace sufrir. El problema no es tanto externo, sino interno; “es un problema de casa y no sólo de fuera”[2].
En una de sus pláticas a los clérigos San Juan de Ávila llama a los sacerdotes “guardas de la viña, cabezas, corazones y ojos…[de la Iglesia]”, añadiendo a continuación que “por el descuido de las cabezas, está la viña [de la Iglesia] tan estragada”[3]. En el momento histórico que nos ha tocado vivir, que algunos califican como final de una época, y que tantas analogías guarda con la época de San Juan de Ávila, yo también estoy convencido de que una de las causas, y no de pequeña importancia, de los males de los que en tantas ocasiones nos lamentamos, las dificultades que experimentamos para la penetración del Evangelio en esta cultura, el progresivo alejamiento de la Iglesia de nuestros fieles, el desfondamiento moral y el nihilismo de nuestra juventud, la escasa perseverancia de los niños y jóvenes después de recibir los sacramentos de la iniciación cristiana, está en nosotros los sacerdotes. Si fuéramos más santos, más celosos, más ejemplares y apostólicos, místicos y testigos al mismo tiempo, con una fuerte experiencia de Dios, florecería más la vida cristiana de nuestro pueblo, que necesita del acompañamiento cercano de sacerdotes santos.
Por todo ello, considero una inmensa gracia de Dios la convocatoria del Año Sacerdotal. En él hemos de dar gracias a Jesucristo, Buen Pastor, que nos ha concedido en San Juan María Vianney un modelo extraordinario de vida y de servicio sacerdotal. Pero al mismo tiempo, esta efemérides debe ser para todos ocasión para renovar el carisma que recibimos mediante la imposición de manos del Obispo en nuestra ordenación sacerdotal (2 Tim 1,6). Mucho nos puede ayudar el conocimiento e imitación de esta figura extraordinaria[4], “verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo”, como lo ha calificado Benedicto XVI[5].
2. El esplendor de la santidad del Cura de Ars.
San Juan María Vianney nace en Dardilly, no lejos de Lyon, el 8 de mayo de 1786, y muere en Ars el 4 de agosto de 1859. Entre esas dos fechas, a las que se podría añadir la de su ordenación sacerdotal el 13 de agosto de 1815, su llegada a Ars en febrero de 1819, su canonización el 31 de mayo de 1925 por el Papa Pío XI, y su proclamación como patrono de los párrocos en 1929, se inscribe una de las biografías más conmovedoras y fecundas de toda la historia de la Iglesia. Con ocasión del centenario de su muerte, el Papa Juan XXIII publicó la encíclica Sacerdotii nostri primordia[6], en la que mostraba al Cura de Ars como modelo de vida y ascesis sacerdotal, modelo de piedad y de culto a la Eucaristía y modelo de celo pastoral para nuestro tiempo.
Juan Pablo II, por su parte, en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1986, conmemorando el segundo centenario del nacimiento del Cura de Ars, nos recordaba que muchos de nosotros nos hemos preparado al sacerdocio teniendo ante la vista la figura de San Juan María Vianney, al mismo tiempo que nos pedía que su ejemplo no quede relegado al olvido, pues “hoy más que nunca tenemos necesidad de su testimonio y de su intercesión, para afrontar las situaciones de nuestro tiempo en que, a pesar de algunos signos esperanzadores, la evangelización está dificultada por una creciente secularización, descuidando la ascesis sobrenatural, perdiendo de vista las perspectivas del Reino de Dios, y donde a menudo, incluso en la pastoral, se dedica una atención demasiado exclusiva al aspecto social y a los objetivos temporales”[7].
3. Entregado a la predicación y al servicio de los pobres.
San Juan María Vianney tiene mucho que enseñarnos a los sacerdotes, pero también a nuestros seminaristas. A lo largo de sus años de preparación para recibir el don del sacerdocio tuvo que vencer innumerables obstáculos: el ambiente político y social imperante en Francia tras la Revolución, la deficiente preparación obtenida en la escuela rural de su aldea natal, la resistencia de su padre y, muy especialmente, sus dificultades en el aprendizaje y la memorización que le impidieron el dominio necesario del latín para poder estudiar la teología. Por ello, a pesar de su laboriosidad, fue apartado temporalmente del Seminario de Lyon. Sólo su voluntad tenaz, su valentía, su piedad, su amor a las almas y la escasez de sacerdotes, fruto de aquellos años azarosos, permitieron que a los veintinueve años recibiera la ordenación sacerdotal. Ninguna dificultad le arredró, ni siquiera los negros presagios que se cernían sobre el futuro del clero francés, como consecuencia del extremo galicanismo bonapartista.
Ya sacerdote, se entregó con esmero a lo que hoy llamamos la formación permanente personal, a la lectura de autores espirituales y a la preparación de sus sermones, caracterizados por la unción, la convicción y la sencillez, plagados de alusiones a las experiencias cotidianas de sus oyentes. Estaba convencido de que el ministerio de la Palabra es absolutamente necesario para acoger la fe y la conversión, pues como él mismo escribe: “Nuestro Señor, que es la verdad misma, no hace menos caso de su Palabra que de su Cuerpo”[8]. Por ello, se entregó también con pasión a la catequesis de niños y adultos. Porque amaba a sus fieles con corazón de padre y entrañas de madre y buscaba en último término su salvación, en su predicación nunca bajó el nivel de las exigencias del Evangelio, ni se mostró condescendiente con el mal. “Si un pastor –escribe- permanece mudo viendo a Dios ultrajado y que las almas se descarrían, ¡ay de él! Si no quiere condenarse, ante cualquier clase de desorden en su parroquia, deberá pasar por encima del respeto humano y del temor a ser menospreciado u odiado”[9]. No obstante, a pesar de la angustia que le produce el solo pensamiento de que alguno de sus feligreses se pierdan para siempre y el mismo aspecto repulsivo del pecado, en su predicación insiste sobre todo en el atractivo de la virtud, en la ternura y la misericordia de Dios, en el gozo de sentirse amado por Él y de vivir en su presencia.
Fruto de su caridad pastoral sobresaliente es también su amor a los pobres, a los que socorría generosamente, especialmente si estaban enfermos, privándose incluso de ropa, calzado y comida. Hasta veinticinco familias dependían de su caridad. A juicio de Catalina Lassagne, una de las almas que mejor acogieron su mensaje y su testimonio,“era rico para dar a los pobres, y pobre él mismo”[10]. Algunos años después de su llegada a Ars, fundó una especie de orfanato para jóvenes desamparadas. Le llamó “La Providencia” y fue el modelo de instituciones similares establecidas más tarde por toda Francia. Él mismo daba las catequesis a las niñas y jóvenes.
4. Su dedicación al sacramento del perdón.
Pero el fruto más granado de su celo pastoral, la faceta más conocida del Cura de Ars, que además configura su carisma, es su dedicación perseverante al sacramento de la reconciliación. San Juan María Vianney desde el confesionario hizo de Ars, una pequeña aldea de cuarenta casas de adobe y no más de 230 almas, el corazón de Francia. Ya desde los comienzos de su servicio pastoral comenzaron a acudir a él gentes de otras parroquias vecinas; después de lugares distantes; y por fin, de toda la rosa de los vientos de la geografía francesa y de otros países. Durante los últimos diez años de su vida, pasó no menos de diez horas diarias en el confesionario; a veces hasta dieciséis o dieciocho, sufriendo el frío o el calor asfixiante y, sobre todo, la amargura por los pecados de sus penitentes, especialmente cuando denotaba falta de arrepentimiento.
A lo largo de casi cuarenta años acogió con amor a los indiferentes para despertarlos al amor de Dios, reconcilió a grandes pecadores arrepentidos y guió innumerables almas a la perfección. Su consejo era buscado por obispos, sacerdotes, religiosos, jóvenes y mujeres con dudas sobre su vocación, pecadores, personas con toda clase de dificultades y enfermos. Su sucesor en la parroquia, B. NODET, dice que a partir de 1827, nueve años después de su llegada a la parroquia, acudían a él unas 20.000 personas al año, y que en 1858, el año anterior a su muerte, el número de peregrinos alcanzó la cifra de 80.000[11]. Su dirección se caracterizaba por el sentido común, la sencillez del lenguaje, su notable perspicacia y su sabiduría sobrenatural, don del Espíritu Santo, buscando siempre el encuentro personal del penitente con Jesucristo.
5. La centralidad de la Eucaristía.
Pero el centro de la vida espiritual y del ministerio del Cura de Ars fue la celebración de la Eucaristía. Para él, “todas las buenas obras reunidas no equivalen al sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres y la Santa Misa es obra de Dios”[12]. Consciente de que en ella se renueva el sacrificio de la Cruz, pedía a los sacerdotes que al celebrarla se ofrecieran a sí mismos juntamente con la víctima divina. La celebración de la Eucaristía fue el sustento de su vida sacerdotal. Sus biógrafos nos refieren que se preparaba largamente cada día para celebrarla y que era conmovedor su recogimiento en la consagración y la comunión. Pasaba muchas horas en adoración ante el Santísimo, antes de la aurora o por la noche, y mientras él vivía pobremente, no escatimaba los gastos necesarios para que la casa del Señor resplandeciese por su ornato y dignidad.
De esta forma, con su testimonio, sus feligreses fueron apreciando cada vez más la Santa Misa y la adoración eucarística, verdadero manantial de vida cristiana y de fidelidad, de manera que muy bien se puede afirmar que la Eucaristía, el sacramento de la penitencia, la predicación, la catequesis, la visita a los enfermos, su testimonio de desprendimiento, caridad y pobreza, y la gracia de Dios que actuaba a raudales a través del Cura de Ars, fueron transformando aquel pueblo en el que antes había mucha ignorancia religiosa, mucha indiferencia y escasa práctica religiosa. Se lo había advertido el Obispo al enviarle: “No hay mucho amor a Dios en esta parroquia, tú lo pondrás”[13].
Así fue en realidad. En pocos años aquella feligresía se transformó. Llegan personas de toda Francia y de otros países, que a veces tienen que esperar varios días para poder verlo y confesarse. Lo que les atrae no es la curiosidad ni el maravillosismo, los milagros y las curaciones extraordinarias que el Cura de Ars trata de disimular. Buscan en cambio al santo, bajo una apariencia pobre y débil como consecuencia del trabajo pastoral, de los ayunos, penitencias y disciplinas; buscan al amigo de Dios, que huye de honores y protagonismos, que trasluce paz y serenidad, paciencia y buen humor y una sobresaliente capacidad para dirigir a las personas como guía y médico de almas.
6. La vida interior, manantial de su vida apostólica.
El manantial de la caridad pastoral y de la generosidad del Cura de Ars es, sin duda, su vida interior, su amor apasionado a Jesucristo, contemplado y adorado en las largas horas que pasa ante el Santísimo, un amor sin reservas ni límites, como respuesta a quien desde la Cruz nos ha amado primero. Por ello, se entrega sin tregua a la salvación de las almas, rescatadas por Cristo a tan gran precio, de modo que acojan en sus vidas el amor de Dios. Por Cristo, vive con radicalidad el Evangelio y las exigencias que Él señala a quienes envía a la misión: la unión con Él y la oración constante, la pobreza y la austeridad, la humildad, la renuncia de sí mismo y la penitencia y mortificación voluntarias, que en la vida de San Juan María Vianney fueron proverbiales, según nos refieren los testigos de su proceso de canonización, quienes afirman que su subsistencia hasta los setenta y tres años fue un milagro permanente, pues su alimentación y su descanso fueron humanamente hablando insuficientes.
Desde su identificación con Cristo bebe el amor del Señor por las almas, en su caso por los fieles encomendados a su ministerio, a los que se entrega sin límites, sacrificando su tiempo, su salud y su persona entera. Refiriéndose al Cura de Ars escribió el Papa Juan Pablo II que “raramente un pastor ha sido hasta este punto consciente de sus responsabilidades, devorado por el deseo de arrancar a sus fieles del pecado o de la tibieza”[14]. Así se entiende también la plegaria que frecuentemente repetía: “Oh Dios mío, concededme la conversión de mi parroquia: acepto sufrir cuanto queráis el resto de mi vida”[15].
7. El Año Sacerdotal, llamada a una profunda renovación.
Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas: casi a vuelapluma he intentado mostraros en las páginas precedentes la figura sencilla pero impresionante de San Juan María Vianney. Os recuerdo de nuevo el lema de este año jubilar: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. A la especial predilección con que el Señor nos ha distinguido, llamándonos a compartir su intimidad, su misión y sus tareas, a la fidelidad que ha derrochado con nosotros a pesar de nuestras pequeñas o grandes infidelidades, sólo podemos responder renovando y fortaleciendo nuestra fidelidad a Él hasta la muerte.
Gracias a Dios, en los últimos años se han despejado muchos interrogantes sobre la identidad de nuestro sacerdocio, sobre todo en el plano teórico. Menos en el plano práctico y existencial. Todos debemos convencernos de que el único manantial de nuestra identidad es Cristo Sacerdote. No es la sociología o las tendencias culturales del momento presente las que deben marcarnos el paso fijando nuestra identidad y nuestro papel en la Iglesia y en la sociedad, pues lo harán siempre a la baja, laicizando o desnaturalizando la sacralidad de nuestro ministerio de acuerdo con los criterios de la cultura secularizada. Nuestro sacerdocio, como nos dijera el Papa Juan Pablo II, “está marcado con el sello del sacerdocio de Cristo, para participar en su función de único Mediador y Redentor”[16].
Por ello, sólo nos realizamos plenamente como sacerdotes configurándonos existencialmente con Él y conformando nuestro corazón y nuestra vida según el Corazón sacerdotal de Cristo. Nos lo ha dicho también recientemente el Papa Benedicto XVI en su discurso a los miembros de la Congregación para el Clero el 16 de marzo de este año. Después de ponderar la necesidad de transmitir a las generaciones jóvenes, sacerdotes y seminaristas, “una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad” procurando “una correcta recepción de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia”, nos pide a los sacerdotes estar presentes en el mundo “identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido”[17].
8. La estima de nuestro sacerdocio.
El Cura de Ars era muy consciente del inmenso don que el sacerdocio supone para el que lo recibe y también para la Iglesia y para la humanidad. Como nos ha dicho el Papa Benedicto XVI en su carta a todos los presbíteros del mundo con ocasión de nuestro Jubileo Sacerdotal[18], San Juan María Vianney solía repetir con frecuencia que “el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”[19]. Con esta frase reconocía con devoción y admiración el don grandioso que es un sacerdote para un pueblo. Para el Cura de Ars, “un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”[20]. Él mismo escribió en una ocasión este hermoso pensamiento, que nos ha llegado a través de su sucesor en la parroquia de Ars: “Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada…. Es el sacerdote el que continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no tuvierais a nadie para abrir la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros celestiales; es quien abre la puerta; es el ecónomo de Dios, el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote; se adorará a los animales…”[21].
De la conciencia de la dignidad del sacerdocio nace su gratitud constante al Señor por este don siempre inmerecido, un don del que nosotros los sacerdotes debemos ser cada día más conscientes. De la conciencia de la grandeza del sacerdocio nace además la estima que también nosotros debemos sentir por este don, el esmero con que debemos cuidar este tesoro que llevamos en vasijas de barro (2 Cor 4,7), y nuestro agradecimiento al Señor por habernos elegido y por haberse fijado en nosotros para asociarnos a su obra de salvación.
9. Exigencia de santidad.
De esta conciencia, cada día renovada, brota también su sentido de la responsabilidad, su entrega sin tregua al ministerio y su afán por la propia santificación. De aquí nace además su identificación profunda con su sacerdocio, su identificación todavía más honda con Jesucristo y su aspiración constante a la santidad. No es ocioso que os recuerde que si nuestros hermanos laicos están “invitados y aun obligados… a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado”[22], mucho más lo estamos los sacerdotes, como nos encareciera el Concilio Vaticano II: “Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que consagrados de manera nueva por la recepción del orden se convierten en instrumentos vivos de Cristo”[23].
Otro tanto nos dejó escrito el Siervo de Dios Juan Pablo II, cuya doctrina sacerdotal y, sobre todo, cuyo testimonio de entrega a la Iglesia y a los fieles hasta el último aliento tanto tienen que enseñarnos a los sacerdotes. Tomemos buena nota de estas sugerencias preciosas: “La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad que nace del sacramento del orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de nosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad”[24] .
Por su parte, el Santo Padre Benedicto XVI nos acaba de decir que “la Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos”, pues “aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro”. Nos ha dicho también el Papa que el Cura de Ars se tomó muy en serio esta “humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado”[25]. Es la tarea que la Iglesia y el sentido común piden también de nosotros[26].
10. Huyamos de la tibieza.
En los últimos años, algunos análisis sobre la situación de la Iglesia en España han señalado, y puede que con razón, que a nuestra Iglesia le falta empuje misionero, dinamismo evangelizador e impulso místico, que tiene un horizonte espiritual de bajo perfil y una tendencia acentuada a la tibieza y al conformismo. Si esto fuera así, no cabe duda que los primeros responsables de esta situación seríamos nosotros, los obispos y los sacerdotes, y que la única forma de responder a este diagnóstico sería el crecimiento radical de la vida en el Espíritu recuperando la dimensión mística y sobrenatural de la vida cristiana y sacerdotal, es decir, aspirando con todas nuestras fuerzas a la santidad.
El aburguesamiento espiritual y la tibieza es la situación espiritual más peligrosa que puede acechar a un cristiano, y mucho más a un sacerdote, porque el tibio no es consciente de su situación ni de los peligros que le amenazan. En consecuencia, no siente la necesidad de convertirse. El tibio trata de acercarse a Dios sin esfuerzo, sin renuncias, compatibilizando el servicio a Dios con pequeñas transigencias y condescendencias consigo mismo, que en realidad son pequeñas o grandes infidelidades. Es propio de la tibieza la tristeza, el desaliento y la dejadez en la vida interior. El tibio pierde la alegría de la entrega y el entusiasmo por Jesucristo. En este sentido nos dice el Cura de Ars: “El alma tibia no está aún absolutamente muerta a los ojos de Dios, ya que no están totalmente extinguidas en ella la fe, la esperanza y la caridad, que constituyen su vida espiritual. Pero su fe es una fe sin celo; su esperanza, una esperanza sin firmeza; y su caridad, una caridad sin ardor”[27].
Queridos hermanos sacerdotes: sacudámonos la tibieza que nos esteriliza y que hace también estéril nuestro ministerio. Volvamos al amor primero (Cf. Ap 2,4-5) y al fervor y los grandes ideales que henchían nuestro corazón el día de nuestra ordenación. Recuperemos el único centro de nuestra vida, que no es otro que el Señor. Él es nuestra heredad más preciada, nuestra única posible plenitud y la fuente principal de nuestro equilibrio psicológico, que nace de la conformidad entre lo que predicamos con los labios y lo que vivimos en el fondo de nuestro corazón. La conversión del corazón no es patrimonio ni obligación exclusiva de los grandes pecadores. También nosotros necesitamos convertirnos porque “en muchas cosas erramos todos” (St 3,2) y “si decimos que no hemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros.” (1 Jn 1,8).
11. Pongamos los medios ordinarios que nos ayudan en nuestra fidelidad.
La santidad de vida que exige nuestro sacerdocio, la fidelidad a la que todos somos llamados y la conversión continua no es posible si no ponemos los medios ordinarios que la Iglesia siempre nos ha recomendado, en primer lugar la confesión frecuente, preparada cada día en el examen diario de conciencia, que tanto puede ayudarnos a hilar fino en nuestra vida espiritual. Apreciemos cada día más el sacramento de la penitencia, del que nosotros no sólo somos ministros, sino también beneficiarios. Que nuestros fieles nos vean confesarnos con frecuencia para que también ellos estimen cada vez más este hermoso sacramento[28]. Los feligreses de Ars contemplaban a su párroco confesarse derramando abundantes lágrimas. Así fue creciendo entre ellos el aprecio por este sacramento “en el que –como él mismo nos dice- Dios parece olvidar su justicia para manifestar únicamente su misericordia”[29]. El Papa Juan Pablo II nos dejó escrito a los sacerdotes que “el sacramento de la reconciliación es un instrumento fundamental para nuestra santificación”. Él nos dijo además que este sacramento, “irrenunciable para toda existencia cristiana, es también ayuda, orientación y medicina de la vida sacerdotal”[30].
Otro medio imprescindible es la recitación consciente y fervorosa de la Liturgia de las Horas, cuyo aprecio todos debemos fortalecer y que en algunos casos habremos de recuperar. San Juan María Vianney recitaba esta plegaria de rodillas en la sacristía como la alabanza esencial a la Santísima Trinidad[31]. “El breviario -escribe- es mi fiel compañero; no sabría ir a ninguna parte sin él. ¿No hay unas gracias particulares atadas a la Sagrada Escritura? El breviario está compuesto por los más hermosos fragmentos de la Sagrada Escritura y las más bellas plegarias” [32].
Y junto a la oración litúrgica, la oración personal. El Señor nos ha llamado en primer lugar para estar con Él y después para enviarnos a predicar (Mc 3,14). Nos ha llamado, pues, a compartir su intimidad, a conocer su identidad más profunda, para después confesarlo cada vez con mayor hondura y convicción. No es posible vivir la misión apostólica, sin estar con Él, sin la oración de amistad e intimidad. En realidad, ambos aspectos, “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”, constituyen la cara y la cruz de la misma moneda, de la misma llamada y, por tanto, del mismo y único ministerio. Así lo entienden también los Apóstoles, que cuando eligen a los diáconos (Hech 6,4), explican el paso que acaban de dar apelando a la necesidad de dedicarse íntegramente al ministerio, que ellos concretan en dos actividades: la oración y la predicación. Esto quiere decir, que estar con Él y predicar su nombre, son dos partes inseparables del ministerio de salvación que también nosotros hemos recibido.
Si esto es así, la conclusión es evidente: la oración, nacida de la amistad, pertenece esencialmente a la misión, que no se concibe sin la oración, pues las funciones que conlleva no son las propias de los funcionarios profesionales, sino las propias de los amigos, los amigos del Esposo (Lc 5, 33-39). Así nos lo dice la Iglesia en un documento dirigido directamente a nosotros los sacerdotes: “Para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada acción ministerial”[33].
Así lo vivió San Juan María Vianney. Nos lo refiere su sucesor B. NODET, quien nos asegura que “hacia las cuatro de la mañana, los vecinos podían ver una linterna cruzar una parte del pequeño cementerio y desaparecer por la puerta de debajo del campanario. El señor Cura iba a rezar…”[34]. Él estaba convencido de que si la amistad no se forja en la oración, también la misión pierde su identidad, su calidad y su eficacia. Por ello, cultiva fervorosamente la oración contemplativa, en la que, como él mismo escribe, “Dios y el alma son dos pedazos de cera que se funden juntos”[35]; y cultiva además la oración apostólica, en la que tiene presentes los nombres, las necesidades y los dolores de sus fieles y de quienes llegan de todas partes buscando luz y consejo, encomendando al Señor, en unos casos su conversión y en otros su crecimiento como hijos de Dios[36].
Entre los medios que nos ayudan eficazmente a vivir fielmente nuestro sacerdocio y a crecer en caridad pastoral, hemos de mencionar también “la devoción filial y auténtica” a la Santísima Virgen, a la que el Papa Juan Pablo II presentaba como “maestra en escuchar y cumplir prontamente la Palabra de Dios”, modelo para los pastores de fidelidad al único Maestro, y modelo “en la estabilidad de la fe, en la confiada esperanza y en la ardiente caridad”[37]. El alma sacerdotal de María es modelo de nuestra caridad pastoral, que ella ejerce de modo eminente en Pentecostés, caldeando en la oración el corazón de los primeros evangelizadores, y sobre todo, al pie de la Cruz, aceptando el sacrificio y la muerte de su Hijo para la salvación de toda la humanidad necesitada de redención. El Cura de Ars profesó una tierna devoción a la Santísima Virgen, a la que llama “su más viejo amor”, “mejor que la mejor de las madres”, la luz de sus días oscuros, que “puede compararse a un hermoso sol en un día de niebla”. Él mismo nos confiesa lo que María ha significado en su vida: “He bebido tan a menudo de esta fuente, que ya no quedaría nada desde hace tiempo, si no fuera inagotable”[38].
Cada uno de nosotros sabemos mejor que nadie lo que la Santísima Virgen ha representado en nuestra vida de niños, de seminaristas y de sacerdotes. Ella ha sido y debe seguir siendo la madre, la tesorera y guardiana de nuestra vocación, el aliento de nuestra fidelidad y de nuestro apostolado, refugio, socorro, consuelo, auxilio en nuestras dificultades, estrella y guía de nuestro sacerdocio. Qué bueno sería que en este Año Sacerdotal tratáramos de recuperar el rezo del Santo Rosario, que no deberíamos dejar por nada del mundo, pues es un signo sencillo pero elocuente de nuestro amor filial a nuestra Señora.
Otros medios importantes y muy recomendados por la Iglesia para favorecer nuestra fidelidad son los Ejercicios Espirituales y Retiros. La propia experiencia nos enseña cuantísimo bien nos reportan estas practicas periódicas, que son una verdadera necesidad en nuestra vida personal como cristianos y una verdadera urgencia como pastores[39]. Por desgracia, son muchos los hermanos sacerdotes que año tras año olvidan los Ejercicios Espirituales, hoy más necesarios que nunca para mantener la tensión espiritual y el celo apostólico. En este sentido nos ha dicho el Papa Benedicto XVI que “en un tiempo como el actual, en el que la confusión y multiplicidad de los mensajes y la rapidez de cambios y situaciones dificultan de especial manera a nuestros contemporáneos la labor de poner orden en su vida y de responder con determinación y alegría a la llamada que el Señor dirige a cada uno de nosotros, los Ejercicios Espirituales constituyen un camino y un método particularmente valioso para buscar y hallar a Dios en nosotros, en nuestro alrededor y en todas las cosas, con el fin de conocer su voluntad y de llevarla a la práctica”[40].
Algo parecido cabe decir de la Dirección Espiritual, a la que dedicó una parte fundamental de su vida San Juan María Vianney, y de la cual fue un consumado maestro, no tanto por sus conocimientos teóricos, sino por la afinidad y sabiduría que el Señor concede a aquellas almas que viven en permanente familiaridad con Él. El autor del libro del Eclesiastés nos dice que “más valen dos que uno solo, porque mejor logran el fruto de su trabajo. Si uno cae el otro le levanta; pero ¡ay del que esta solo, que, cuando cae, no tiene quien le levante!” (4,9-10).
El Papa Pío XII nos dejó escrito a los sacerdotes este sabio consejo: “en el camino de la vida espiritual no os fiéis de vosotros mismos, sino que, con sencillez y docilidad, pedid consejo y aceptad la ayuda de quien, con sabia moderación, puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios oportunos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y encaminaros a ser cada día mas perfectos […]. Sin esta prudente guía de la conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina”[41]. El Papa Juan Pablo II por su parte nos ha dicho que la dirección espiritual es “un medio clásico que no ha perdido nada de su valor, no sólo para asegurar la formación espiritual, sino también para promover y mantener una continua fidelidad y generosidad en el ministerio sacerdotal”[42]. Sigamos estas recomendaciones de la Iglesia y recuperemos o potenciemos en nuestra vida sacerdotal este medio tan importante para crecer en la vida interior, en amor al Señor y en la vivencia fiel y gozosa de nuestro ministerio[43].
Otro medio importante que nos ayuda en la fidelidad y en el ejercicio ilusionado de nuestro ministerio es la fraternidad sacerdotal, que nace de nuestra común participación en el único sacerdocio de Jesucristo y que no puede quedar reducida a los encuentros anuales con ocasión de la Misa Crismal, la fiesta de San Juan de Ávila, o a los encuentros festivos en Navidad o en la clausura del curso pastoral en los arciprestazgos. Nuestra amistad con Jesús debe prolongarse en la amistad con el compañero sacerdote. Como buenos pastores debemos ser amigos de los laicos, sobre todo de los pobres, de los enfermos, de los que sufren, los parados, los inmigrantes, los niños, los jóvenes y las familias. Pero el amigo más entrañable del sacerdote debe ser el compañero sacerdote, porque en la ordenación se ha establecido entre nosotros una relación ontológica y esencial, pues juntos participamos del mismo sacerdocio. Por lo tanto, no puede ser adversario, ni rival. Es amigo y hermano.
Por ello, hemos de cultivar entre nosotros la amistad franca, leal y cálida, que se expresa en la visita, en la acogida, en la inserción activa en el arciprestazgo, en la ilusión por rezar juntos y trabajar en equipo, en la preocupación por su salud física, psicológica y espiritual, en hablar bien del compañero, en la corrección verdaderamente fraterna, en el apoyo incondicional[44]. Los primeros en escuchar el mandamiento nuevo en la noche de la Cena son los Apóstoles y a ellos les urge de manera especial el deber de amarse, quererse y ayudarse. ¡Cuántas defecciones se hubieran evitado en la Iglesia en los últimos decenios, si los sacerdotes hubiéramos estado más pendientes de nuestros compañeros, tendiéndoles la mano y ayudándoles a superar los baches y dificultades!
12. Otras actitudes imprescindibles.
Me refiero en primer lugar a la virtud de la pobreza, exigencia de nuestra identificación con Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9)[45]. Al Cura de Ars le impresionaba grandemente meditar sobre la pobreza de la cueva de Belén y del hogar de Nazaret, en el que el Señor vive la mayor parte de su vida. Le impresionaba también la pobreza de Jesús durante su ministerio público, en el que depende de las limosnas de sus amigos y discípulos (Lc 8,3), careciendo de un hogar en el que reclinar su cabeza (Mt 8,20). También a nosotros nos debe impresionar este rasgo de la vida de nuestro Maestro. Efectivamente, no seremos discípulos cabales y ministros veraces de Jesucristo si no vivimos con finura y al detalle la pobreza, que el Papa Juan Pablo II calificó como la “sumisión de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su Reino” [46].
Nada amortigua tanto la ilusión sacerdotal, la entrega a Jesucristo y a nuestros fieles como el amor a las riquezas, que nos esclavizan e impiden que nos arrodillemos solamente ante el Señor de nuestras vidas, que nos ha elegido y que es nuestra única heredad (Núm 18,20). Nada nos endurece tanto espiritualmente como el apego el apego a los bienes de la tierra y la incapacidad y cerrazón para compartirlos con los necesitados. Por ello, el Concilio Vaticano II invitó a los sacerdotes a que “abracen la pobreza voluntaria, por la que se conforman más manifiestamente a Cristo y se tornan más prontos para el sagrado ministerio”[47]. También en esto San Juan María Vianney es modelo consumado. Los testigos de su proceso de canonización afirman que a su muerte, nada podía dejar en testamento, pues nada tenía[48]. Algunos de ellos le habían oído decir en una ocasión: “Mi secreto es muy simple: darlo todo, no guardar nada”. Otros aseguran haberle oído decir algunos años antes de su muerte: “Estoy muy contento. No tengo nada de nada. Dios puede llamarme cuando quiera”[49].
Otra clave esencial en nuestro camino de fidelidad es el amor a la cruz, es decir, apreciar, buscar y gustar la cruz, que es locura para los judíos y escándalo para los griegos, pero “para nosotros, sabiduría y fuerza de Dios”. El Cura de Ars “fue un gran penitente, discípulo en esto de los Padres del desierto”. Nos lo confiesa su sucesor B. NODET, que tenía muchos motivos para saberlo. El propio Vianney estaba convencido de que “la cruz es el libro más sabio que se puede leer. Los que no conocen este libro son unos ignorantes aunque conozcan todos los otros libros”[50]. Efectivamente, en la cruz se manifestó el amor extremo con que Dios amó a su Hijo y ama a los hombres. Jesucristo nos declaró su amor con el lenguaje de la cruz y nosotros no podemos proclamar y comunicar este amor sin utilizar el mismo lenguaje. Aunque en nuestra sociedad hedonista el Evangelio de la Cruz resulte chocante y hasta repulsivo, es preciso recordar sin disimulos que es imposible aspirar a la santidad huyendo de la Cruz, de la mortificación voluntaria y de la aceptación por amor del dolor y el sufrimiento que generan la convivencia y las limitaciones físicas o psicológicas que el Señor permite en nuestra vida. Hoy más que nunca necesitamos recuperar en la espiritualidad de los sacerdotes y de todos los cristianos el valor único de la Cruz, el amor al Crucificado y la identificación con Él.
13. Nuestra caridad pastoral.
En páginas anteriores, me he referido a la caridad pastoral de San Juan María Vianney. Efectivamente el Cura de Ars fue una copia del modelo por excelencia, Jesucristo, el Buen Pastor, pues vivió desviviéndose por sus fieles, entregando su vida a la Iglesia y a las almas a imitación de Cristo, “que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25). Él se entregó a su parroquia con la misma intensidad con que el esposo bueno y fiel se entrega a su esposa. Desde su amor apasionado a Jesucristo y desde su identificación total con el Señor, contemplado en la oración, el Cura de Ars asimiló el espíritu y los rasgos del amor pastoral que Jesús tiene a los hombres, haciendo visible el amor de Cristo Pastor, encarnado, prolongado, continuado y actualizado en su propio amor a la comunidad de Ars que la Iglesia le encomendó. Él estaba convencido y así se lo decía a sus fieles, que “el sacerdote no es sacerdote para él… Lo es para vosotros”[51].
La caridad pastoral es el primer rasgo del presbítero diocesano secular y nuestro principal camino de santificación[52]. Después del cultivo de la vida interior, motor y manantial de todas nuestras actividades, el servicio pastoral a nuestros fieles debe ser nuestro único interés. Todos los demás intereses y valores han de quedar subordinados a este principalísimo deber, a este principalísimo amor, que tiene la primacía sobre todos los demás intereses u opciones. Todo en nuestra vida sacerdotal debe estar ordenado a la caridad pastoral: nuestros compromisos familiares, amistades, relaciones, aficiones, ocupaciones, forma de vivir, gastos o vacaciones. Todo debe confrontarse con la caridad pastoral; y si alguna de estas realidades es un obstáculo para servir a nuestros fieles con alma, vida y corazón, habremos de replantearnos nuestra relación con ellas y rehacer nuestras opciones fundamentales y programas. El Papa Juan Pablo II nos decía que “la caridad pastoral es principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas tareas del sacerdote”[53], lo cual quiere decir que nuestra única pasión como pastores debe ser servir y amar a nuestros fieles, nuestra verdadera y auténtica familia, con el deseo de verlos crecer como hijos de Dios, como miembros activos y dinámicos de la Iglesia y como hermanos reconciliados.
La gracia que el Espíritu Santo nos infundió el día de nuestra ordenación nos capacita e impulsa a amarles como el Señor los ama, a entregar la vida por ellos, como el buen Pastor (Jn 10,15); a servirles y a compartir con ellos nuestra mayor riqueza, Jesucristo; a anunciarlo, mostrarlo y darlo a todos, saliendo para ello a los caminos y a las encrucijadas para buscar a los que se han marchado o a los que nunca han estado en el redil, para que también ellos disfruten de la mesa cálida y familiar de la Iglesia. Así es el amor pastoral de Jesús.
Él conoce a sus ovejas (Jn 10,14), y éstas conocen su voz (Jn 10,4), las llama por su nombre (Jn 10,3), se apiada de la oveja perdida y la busca, aunque tenga que dejar a las otras noventa y nueve (Lc 15,4-7). La vivencia cabal del ministerio de salvación que el Señor nos ha confiado ha de impulsarnos a gastarnos y desgastarnos por nuestros fieles, sin medida, sin recortes y sin reloj, de sol a sol, pues lo nuestro es servir, lo nuestro es el “amoris officium”, como escribiera San Agustín[54]. Debe impulsarnos además a conocerles, a compartir sus luchas, sufrimientos y problemas, amando con cercanía afectiva, familiaridad, compasión y ternura a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, a las familias y a los pobres. Como San Pablo y como el Cura de Ars, hemos de entregar a nuestros fieles nuestra propia persona (1Tes 2,8), con tal de que conozcan a Dios y a su enviado Jesucristo y disfruten de la gracia de la filiación.
Todos estamos convencidos de nada necesita nuestro mundo con más urgencia que a Jesucristo, el único que puede dar respuesta a los grandes problemas del mundo, al sufrimiento, la desesperanza y la angustia de tantos hermanos nuestros. Por ello, os invito, queridos hermanos sacerdotes, a reavivar en este año de gracia el carisma que el Espíritu Santo nos regaló el día de nuestra ordenación y a huir del estilo de vida funcionarial, que tanto tiene que ver con la actitud del mercenario, al que no le importan las ovejas (Jn 10,5.12-13). Dios quiera que en este Año Jubilar todos hagamos crecer en nuestros corazones la llama del amor pastoral a nuestros fieles. Este don del Espíritu, compartido con nuestros hermanos presbíteros y que es participación del amor pastoral de Jesús, es el secreto manantial de la ilusión sacerdotal y del celo por las almas cada día renovado. Es lo único que nos mantendrá frescos en esta coyuntura, en la que a ojos vista ha diminuido el aprecio social por nuestra tarea, acompañada en muchas ocasiones por la incomprensión o el desprecio, y por las condiciones adversas en que nos sitúa la secularización.
No quisiera dejar de deciros que en nuestro ministerio y en nuestra entrega a los fieles, junto a la Eucaristía, el mejor servicio que podemos prestarles es el anuncio de la Palabra de Dios en la homilía, en la catequesis, en las charlas de formación y en el acompañamiento espiritual. En todas estas ocasiones no podemos olvidar la comunión con la Iglesia. La Palabra es de Dios, no es nuestra, como no es nuestra la doctrina, que es de la Iglesia. El Pueblo de Dios tiene derecho a escuchar de los labios de sus sacerdotes la Palabra íntegra, sin adulterarla, sin arrancar páginas. Tiene derecho igualmente a que le entreguemos la doctrina genuina, sin reduccionismos, en comunión estrecha con el Magisterio del Papa y de los Obispos. No son admisibles las mutilaciones selectivas, de acuerdo con los dogmas seculares de la nueva cultura inmanentista, como tampoco lo es, como recientemente nos ha dicho el Papa, tamizar la doctrina auténtica del Concilio Vaticano II por nuestra sensibilidad, por nuestras opciones personales o desde posiciones ideológicas ajenas a la Tradición viva de la Iglesia, pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino la Palabra sacrosanta e intemporal de Jesucristo, de la que la Iglesia es su depositaria e intérprete.
Otro tanto cabe decir del respeto que debemos observar por las normas litúrgicas, en la celebración de la Santa Misa y en la administración de los sacramentos, pues ni la Eucaristía ni los sacramentos son nuestros, sino de la Iglesia. No caben, pues, arbitrariedades ni protagonismos, que sólo corresponden al Señor[55].
14. Crezcamos en disponibilidad para servir a nuestros fieles el sacramento del perdón.
En páginas anteriores, me he referido a la dedicación heroica de San Juan María Vianney al confesionario y a la dirección espiritual, rasgo que constituye una parte notable de su carisma[56]. Por ello, me permitiréis unas palabras sobre nuestra obligación, por imperativo de justicia, de facilitar a nuestros fieles el acceso a la confesión individual, a la que tienen un derecho objetivo y reconocido por la Iglesia. Como bien sabéis, el sacramento del perdón en estos momentos sigue sumido en una profunda crisis que viene de décadas anteriores, como consecuencia de la pérdida del sentido del pecado, del individualismo, de la autosuficiencia y de la resistencia por parte de algunos cristianos e, incluso de algunos sacerdotes, a admitir las mediaciones.
Permitidme que comparta con vosotros una convicción, que entraña también una preocupación: también nosotros los sacerdotes tenemos una responsabilidad no pequeña en este estado de cosas, pues en los últimos decenios nos ha faltado disponibilidad para poner al alcance de nuestros fieles este sacramento precioso, el sacramento de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios. Por ello, no sería pequeño el fruto de este Año Sacerdotal, si además de ayudarnos a fortalecer nuestra fidelidad al Señor, como reza la convocatoria, todos tratáramos de recuperar en nuestras parroquias el sacramento de la penitencia, de acuerdo con la mente y las normas de la Iglesia[57], mostrándonos disponibles, dedicándole tiempo, dándole toda la importancia que le corresponde, insistiendo en la conversión y la vuelta a Dios, la petición de perdón, el arrepentimiento y la satisfacción, sin los cuales la renovación de este sacramento será sencillamente imposible.
Personalmente estoy convencido de que nuestra dimisión del confesionario y de la dirección espiritual personalizada de los fieles es una de las causas más importantes de la atonía espiritual de nuestras parroquias y de la aguda crisis vocacional que padecemos. Por ello, a todos os invito a entregaros con perseverancia a este ministerio, sin duda “una de las expresiones más significativas de nuestro sacerdocio”[58]. Es verdad que en ocasiones es una tarea difícil, la más delicada y exigente, y muchas veces la más agotadora, pero es también una de las más hermosas y consoladoras, como escribiera el Papa Juan Pablo II en la exhortación postsinodal sobre la penitencia[59].
Benedicto XVI, por su parte, nos ha dicho en la carta de convocatoria del Año Sacerdotal que “los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la penitencia sacramental”[60]. Ese es también nuestro reto y nuestra tarea.
15. En el mundo, sin ser del mundo.
No quisiera soslayar en esta mi primera carta pastoral, queridos sacerdotes y seminaristas de Sevilla, una de las notas características de nuestro sacerdocio diocesano, la secularidad. Estamos en el mundo, pues de otra forma no podríamos servir al Señor y a nuestros hermanos, anunciando su nombre, predicando su Evangelio y ejerciendo en favor de nuestros fieles el ministerio de salvación que Jesucristo nos ha confiado. En este sentido, nuestro modo de presencia en el mundo es muy distinto del de nuestros hermanos religiosos, especialmente los contemplativos.
Hemos de vivir, pues, cerca de nuestros fieles, metidos en su harina, como el fermento, compartiendo con ellos sus alegrías y esperanzas y también sus frustraciones y dolores. Porque vivimos para ellos, hemos de vivir con ellos. No cabe, pues, automarginarse, vivir en una torre de marfil, esperando simplemente a que nos busquen en el despacho, ajenos a las necesidades de nuestro pueblo. Lo nuestro no es la “fuga mundi”, por miedo, por pusilanimidad o por creer que es éste nuestro camino de santidad. El autor de la carta a los Hebreos nos dice que “hemos sido tomados de entre los hombres y puestos en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, para compadecernos de los ignorantes y extraviados” (Heb 1,1-2). La secularidad es, por lo tanto, nuestro ámbito natural como sacerdotes diocesanos.
Pero siendo esto cierto, siendo verdad que el mundo es nuestro campo de trabajo, no es menos verdad que no somos del mundo, como nos dice el Señor en la oración sacerdotal (Jn 17,16). Uno de los riesgos más acentuados que tenemos los sacerdotes seculares en esta hora es que aquello que es como una de las notas propias de nuestro ministerio, la secularidad, derive en secularismo y que quien ha sido elegido para llevar al mundo la salvación de Jesucristo, termine siendo engullido y fagocitado por el espíritu del mundo. En este sentido quiero recordaros que no todo lo que pueden hacer lícitamente nuestros hermanos seglares, lo podemos hacer los sacerdotes, de la misma forma que los jóvenes sacerdotes no pueden frecuentar, ni siquiera con una intención buena y apostólica, los lugares que ordinariamente, especialmente en los fines de semana, frecuenta la juventud; y no sólo por evitar el escándalo de los fieles, que en ocasiones lo manifiestan abiertamente, sino también porque los frutos apostólicos son escasos o nulos y el único fruto apreciable es la desvitalización de nuestra existencia sacerdotal.
Permitidme que os cite un fragmento de la homilía pronunciada por el Papa Juan Pablo II en Valencia el 8 de noviembre de 1982 en la ceremonia de ordenación de sacerdotes, durante su primera visita apostólica a España. Es enormemente clarificador. Después de afirmar que lo que realmente nos aleja de los fieles es el olvido o el descuido de nuestra consagración, el Papa dijo en aquella ocasión solemne a los nuevos sacerdotes: “Ser uno más en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vestir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles, que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos”[61].
16. Conclusión.
Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas: acoged cordialmente esta carta, nacida de la conciencia de la responsabilidad que acabo de contraer con el Señor, con la Iglesia y con todos vosotros, pues como escribiera el Papa Juan Pablo II, “el Obispo ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual, ministerial…”. Porque estoy convencido de ello, y porque “uno de los primeros deberes del Obispo diocesano es la atención espiritual a su presbiterio”[62], os he dirigido esta exhortación, la primera que escribo como Arzobispo de Sevilla, invitándoos a vivir con responsabilidad e ilusión el Año Sacerdotal que el Santo Padre nos ha regalado.
Pido al Señor y a su Madre bendita, madre de los sacerdotes, tan bellamente representada en la capilla de nuestro Seminario Metropolitano en la espléndida copia del original conservado en el Palacio de San Telmo, que todos vosotros lleváis filialmente en vuestra retina, y sobre todo en vuestro corazón, que esta efemérides sea para todos un verdadero acontecimiento de gracia, que renueve nuestro sacerdocio, y que fortalezca en nosotros, como nos ha dicho Benedicto XVI, “los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars… su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado”[63]. Que su testimonio de entrega sin reservas a Jesucristo y a la Iglesia, nos ayude a todos a refrescar la gracia que un día se nos entregó (Cf. Ap 3,11), a robustecer nuestra fidelidad a Él hasta la muerte (Cf. Ap 2,10), a dejarnos seducir de nuevo por el Señor y a volver al amor primero (Cf. Ap 3,20). Pidamos muchas veces al Señor a lo largo de este año que sea Él quien nos vuelva a encontrar, quien nos vuelva a conquistar, como encontró y conquistó a Pablo en el camino de Damasco (Cf. Fp 3,9), que sea Él, con la fuerza de su Espíritu, quien derrame el amor en nuestros corazones para hacernos hombres nuevos, sacerdotes nuevos, con un corazón nuevo y un espíritu nuevo, que aspiran con determinación a la santidad, enamorados del Señor y de nuestra hermosísima misión en la Iglesia.
Concluyo ya, agradeciéndoos de corazón la acogida fraterna que me habéis dispensado en mis visitas a las parroquias de la ciudad y de las distintas Vicarías y en los contactos que he tenido con vosotros en el despacho desde mi toma de posesión como Arzobispo Coadjutor el pasado 17 de enero. Desde el 28 de octubre del año pasado, en que la Santa Sede me comunicó mi nombramiento, no he dejado de rezar ni un solo día por vosotros, por el Seminario, por los miembros de la Vida Consagrada y por los laicos, y especialmente por los jóvenes, esperanza de nuestra Iglesia diocesana, para que todos seáis fieles a la espléndida historia cristiana de nuestra Archidiócesis. Os ruego que cultivéis con especial esmero e interés la pastoral vocacional, la pastoral juvenil, el apostolado seglar, la pastoral de la familia y de la vida, y que seáis siempre, pero especialmente en la coyuntura que estamos viviendo, marcada por la crisis económica y por el sufrimientos de tantos hermanos nuestros, verdaderos padres de los pobres, como San Juan María Vianney, como San Juan de Ávila y el Beato Marcelo Spínola. Vivid cerca de los pobres, compartiendo con ellos incluso lo necesario, porque cuando el amor no duele, es pura hipocresía.
Contad siempre con mi afecto y amistad y con mi mejor disponibilidad para serviros en todo lo que me sea posible. Rezad también vosotros por mí, para que el Señor me conceda el corazón, las entrañas y el estilo de Jesucristo, Buen Pastor, para que me gaste y me desgaste en el anuncio de Jesucristo y el Señor haga fecundo mi ministerio para gloria de Dios.
Un abrazo cordial y la bendición de vuestro hermano y amigo.
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